Carta de Dionisio Terraza y Rejón a sus amigos. Sobre cambios en el Gobierno

 

 

Carísimos amigos míos: por esta semana he dejado de la mano a Cayo Horacio para tomaros a vosotros por mi cuenta. Tened un poco de paciencia, como aquél le ha tenido, y sufrid con resignación mis reconvenciones, que os serán sin disputa favorables. Yo tengo que quejarme de vuestra amistad, y vosotros debéis escuchar mis quejas como nacidas de un afecto sincero, generoso y agraviado.

 

He sabido que se ha tratado por algunos de hacer una variación en el gobierno, y que se ha dicho que yo tenía influjo a interés en ella. Ya no es la primera vez que se toma mi nombre para estas cosas, pues antes de ahora supe que se había hecho lo mismo, y tan injusto fue entonces como lo es hoy. Yo no he sido antes, ni soy ahora, ni seré nunca del gremio de aquellos que gustan de resolver y de sacar ventajas particulares de las revoluciones; yo soy muy amigo de mi vida privada, que ciertamente me la paso muy gustosa; yo no puedo ver con satisfacción los alborotos públicos, que son propensos a la injusticia y al desorden, y por tanto no soy yo el hombre aparente para manejar estos bolos. Los que quieran andar en estos pasos, pueden desde luego buscar otros corifeos de genio más travieso que el mío, y dejarme a mi tranquilo sin tomar mi pobre nombre para cosas que nunca he pensado hacer. Yo no he querido jamás mandar a nadie, ni tengo ningún ahijado a quien acomodar en un destino de la patria, y como estas dos cosas son las que por lo común hacen entrar a los hombres en estas revoluciones, yo estoy por ahora libre de tomarme esa pensión, y siento mucho, que cuando me estoy en mi casa escribiendo cartas a Cayo o pensando en sacudir el polvo a otros prójimos, vengan algunos diablos descomedidos a hacer que dance donde quise danzar. Mas de todo esto yo no puedo echar la culpa a otros que a mis amigos, pues sólo ellos pudieran tener mi nombre tan presente para acomodarlo en todas partes como pieza de encaje. Dispensad, pues, amigos míos, que no apruebe la franqueza con que me tratáis, y que os afee la superchería que usáis conmigo. Os agradezco que me tengáis tan presente; pero maldigo vuestra memoria, porque os acordáis de mí cuando me estuviera mejor vuestro olvido. Os suplico, finalmente, que me dejéis en paz metido en mi retiro, que si os queréis divertir con turbulencia, no os toméis la pensión inútil de mezclarme en ellas contra mi voluntad y mis ideas.

 

En el corto tiempo que contamos desde la creación de la Junta hasta hoy, tenemos ya tantas revoluciones, que es difícil enumerarlas, sin hacer de antemano un examen a la memoria; pero no es lo peor que sean ellas tantas, sino que todas hayan sido tan malas y de tan fatales consecuencias. Discurramos por ellas un breve rato y veremos, como enlazándose las unas con las otras, han hecho una cadena de desgracias, cuyo último eslabón nos sirve actualmente del mayor martirio. Después del movimiento del 18 de Septiembre de 1810, de que resultó hecha la primera Junta; después de la fatal disensión de los partidos de Rozas y contrarios; después de la ridícula desavenencia de estos y otros nuevos partidos, que se suscitaron por las elecciones de diputados, que se solicitaban como si fuesen unas grandes conveniencias; después de los disturbios del Congreso, en donde se desplegaron la animosidad, el interés, el espíritu de partido, y todas las furias del infierno; después de estos y otros muchos sucesos desagradables, se hizo la revolución del 4 de Septiembre de 1811, en que  por la primera vez rompió la fuerza los límites del decoro y se empleó en afligir a los ciudadanos desarmados. Se hicieron al gobierno proposiciones amenazantes, llenas de violencia y de autoridad usurpada. La tropa se erigió en poder absoluto, dispuso a su arbitrio lo que quiso, dictó leyes, varió los funcionarios y tomó un aire de omnipotencia que amenazaba la duración de cuanto no fuese de su gusto. Desde aquel momento los hombres pensadores debieron haber temido el cúmulo de males que después nos han oprimido tan de veras.

 

A los dos meses de este atentado se cometió otro de mayor consideración. La tropa había gustado ya de hacer y deshacer gobiernos a cada paso; pero no estando contenta con el ascendiente que se había tomado sobre el pueblo, quiso dar la prueba real de que ya no nos dejaría un momento de tranquilidad. Vino el batallón de granaderos a la plaza con dos cañones a hacer alarde del descaro y arrogancia militar; arrojó del gobierno a los que había colocado dos meses antes; amenazó al Congreso y llenó de aflicción y pesadumbre a todo el pueblo de Chile. Todo ciudadano virtuoso se encerró en su casa o huyó al campo para no ver la opresión de su patria, y sólo se miraba alrededor de los tiranos aquella clase de gentes, que vive del daño público y esta demás en todas partes. Pero como entonces no pudo completarse la obra proyectada, cuyo principal fin había sido dar en tierra con el Congreso, para poder hacer mal con más desembarazo, dentro de breves días se repitió la escena militar; se repitieron los escándalos y se arrojaron a los diputados de los pueblos como si hubiesen compuesto una Cuadrilla de bandidos.

 

Las conjuraciones se suceden unas a otras; el despotismo se aumenta a cada paso, el vicio se coloca al frente de todos los negocios del Estado; la protección de los malvados se presenta al público con descaro; la persecución del hombre de bien, del hombre útil no reconoce límites algunos; todas son violencias, todos desórdenes, todo dilapidación; todo tiranía. Los destierros, las prisiones, las crueldades aumentan el descontento público, y no hay cosa que no amenace la ruina del Estado. El enemigo común se aprovecha de las circunstancias; nos ataca; encuentra el descontento contra nuestro gobierno musulmán; nos hace la guerra más terrible; y nosotros persistimos en aumentar el partido contrario, por no atrevernos a separar el mal que nos lleva a nuestra ruina. Vencemos al fin lo más arduo, ponemos la defensa y el gobierno en manos fieles y aparentes; pero aún no hemos puesto todos los medios para alcanzar una victoria duradera. Los vicios están todavía arraigados en nuestros corazones; las pasiones nos encaminan a lo peor, y todo el principio de nuestras desgracias está en el mismo pie que siempre. Duran las rivalidades, duran los odios, duran los vicios, y aún no comenzamos a ser virtuosos. Desgraciados de nosotros, si continuamos mucho tiempo en un estado tan violento y tan arriesgado.

 

Las revoluciones son los achaques más peligrosos que tiene la salud de la republica. Rara vez tiene un resultado favorable, porque casi siempre son animadas por intereses particulares, y porque la multitud camina a ciegas por donde la quiere conducir un imprudente o un malvado: pero lo más común es que muy pocas veces dejan sus autores de arrepentirse de lo que hicieron. Los pueblos sufren por cierto tiempo sus agravios y cuando llega a tomar la venganza, son tan constantes en ella, como fueron tardíos para abrazarla. Aquellos miserables que tuvieron la desgracia de darse a conocer por sus vicios, no vuelven jamás a la gracia de los hombres de bien y tienen que ocultarse de la vista de sus conciudadanos, hasta que una conducta muy ejemplar les haya hecho borrar su opinión antigua. La fuerza misma es incapaz de sostener a los que abusan de ella, porque no puede darse jamás el caso de hacer eterno lo que estriba en el error y en la sorpresa. Por esto vemos que aunque todos los tiranos del mundo hayan tenido ejércitos a su devoción, aunque hayan cometido por millares los asesinatos, aunque se hayan lisonjeado por algún tiempo de haber afirmado su imperio, todo se les convierte en humo en un instante, unas veces por un acontecimiento, otras por otro, y siempre por medios imprevistos. Sólo dura lo que conviene al pueblo, lo que se hace por su beneficio y, que no tiene la menor mezcla de interés particular. En vano se cansarán los partidarios por colocarse al frente del gobierno, en vano se cansarán los que quieren hacer revoluciones, estando sin opinión de justos, y cargados del odio general; sus esfuerzos mismos los precipitarán en su ruina. Ellos conocen que todo el mundo los detesta, los siguen con ojos cuidadosos, acechan sus más equívocas operaciones; ellos cuando más triunfarán cuatro días, y caen después en un estado fatal, que miraban como imposible.

 

Mirad, amigos míos, si con estos conocimientos tendré yo muchas ganas de entrar en proyectos de revolución, para colocarme sobre todos vosotros. Mirad si querré yo echar sobre mis débiles hombros el pesado fardo de nuestros negocios, para que después de haberme deslomado, me arrojéis vosotros mismos a puntillones desde el solio a la calle. No soy tan necio que yo mismo sea capaz de solicitar mi desgracia, ni estoy tan mal con mi reposo que quiera cambiarlo por unas agitaciones, cuya sola idea me consterna y me oprime. Yo jamás he solicitado un empleo, sin embargo de que tengo algunos; porque he creído que el menor de ellos es una carga insoportable para aquel que quiera ocuparlos dignamente. Por el contrario, algunas veces he pretendido renunciarlos todos, y quedarme en mi casa tranquilo y sosegado; pero no habiéndoseme admitido mis renuncias y habiéndoseme reconvenido con la razón de que todos hemos de servir a la patria a costa de nuestro sosiego, he tenido que sufrir la pensión que ellos me traen. Otros hay que piensan de diverso modo: acudid a ellos, que no se desentenderán de entrar por cualquier partido, aunque el gusto que tengan hoy le cueste mañana veinte pesadumbres.

 

Lo que no os podré menos de decir es que la voz del pueblo no es la voz de cuatro tertulianos que proyectan divertir sus pasiones con una escena de revolución. El pueblo que yo ví en el día 15 de Noviembre de 1811, sólo podía llamarse pueblo por una especie de ironía muy picaresca [12]. Así fue que no hubo una sola persona de razón que no desaprobase cuanta mojiganga se hizo aquel infausto día. También os digo, que la tropa no debe jamás mezclarse en estas cosas, porque si lo hace, entonces se llevó el diablo la libertad, el orden y todo lo bueno. Los soldados los paga el pueblo para que le sirvan y no para que se alcen con el santo y la limosna; los oficiales son pagados por el mismo pueblo, para que hagan cumplir con sus obligaciones a los soldados, y de ningún modo para que aflijan a la patria con sus calaveradas y bullicios. En una palabra, todos los empleados públicos deben saber que son unos oficiales del pueblo, a quien deben respetar, para que habiendo orden en todo, también ellos sean respetados. Si no tenemos todas estas ideas del pueblo, si no procuramos sostener con todos nuestros esfuerzos el decoro que la sociedad exige, todos los días tendremos alarmas y revoluciones ridículas, hechas por media docena de majaderos, que ni saben en lo que se meten, ni serán capaces de saberlo en su vida, aunque lleguen a ser más viejos que Matusalén.

 

Concluyo pues, respetables amigos míos, conque sólo al pueblo soberano le corresponde tomar su voz, y pedir lo que le convenga: a vosotros toca portaros con moderación y juicio, y a mí me incumbe el haceros presente todas estas cosas, al mismo tiempo que os suplico me dejéis el alma quieta y no turbéis mi reposo con andarme gastando el nombre en proyectos desatinados.

Por lo demás, queda muy vuestro de corazón.

 

Dionisio Terraza y Rejón

 

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[12]

Ese día, José Miguel Carrera lideró su segundo golpe de Estado (N. del E.).
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