Artículo comunicado. Relativo a la necesidad de proclamar la independencia y dejar de actuar en nombre de Fernando VII. Firmado por David Parra y Bedernotón, es decir, Bernardo de Vera y Pintado

 

El Republicano se avergüenza con razón de la conducta de nuestros Gobiernos con el nombre de Fernando VII. Un Rey sólo en el nombre no es diferente de los Príncipes de Comedia. El mismo Ezeyza con su uniforme de Cirujano de ejército administraba más  poder sobre los Andes, que D. Fernando preso en Francia sobre su adorada España. A lo menos aquel tenía una fuerza, cuando este se halla sometido a la de Napoleón. Desde que su obstinada inocencia, o su complicidad lo enajenó de sus Estados ni ha podido legislar, ni ejecutar, ni juzgar. Le faltaron los tres poderes que antes ejercía, el primero por usurpación, y los otros por tolerancia. Ninguno había conferido la América a los Borbones por aquel pacto general de los Pueblos que exclusivamente pueden trasladar el uso de su soberanía. Pero bastaba que Fernando no estuviese en aptitud de ejercer el poder ejecutivo para que perdiese la calidad y el nombre de Monarca, que no es otra cosa que el primer Ministro de la ley. Todos estos principios de hecho y de derecho se hallan tan repetidos en los papeles de la revolución, como los que autorizan la independencia de la América.

Sorprendida por la conquista, y asolada por la barbarie de los conquistadores; el miserable resto de naturales que pagaba el piso en su propia casa, fue recibido bajo la tutela de los nuevos amos que se lisonjeaban en sus leyes de conceder a los Indios el privilegio de menores. El tiempo fue acabando los troncos de esos tiranos; y su descendencia reproducida en tres centurias por el matrimonio con las hijas de América, llegó a formar una familia numerosa capaz de vengar las injurias de sus abuelos, e insujetable a una legislación de neófitos y pupilos. El cuerpo político, en una palabra, creció, salió de la minoridad, y estuvo en aptitud de conocer los derechos que le inspiraban la naturaleza y la libertad sofocadas por el ambicioso despotismo. Estos derechos se desenvolvieron con la muerte civil del último Rey de España que dejó a los Pueblos sin caudillo y en la necesidad de elegirlo. Los Americanos nombramos nuestro Gobierno: ya fue aquella una emancipación de hecho; pero el hábito de ciego respeto al lugar de donde siempre se habían visto emanar las autoridades, o la cobardía consiguiente a la ignorancia en que era educado el Pueblo, introdujo en sus justas deliberaciones implicancias, que sedan eternamente vergonzosas, si confesándolas no tratásemos de subsanarlas, y de rectificar nuestros pasos inciertos.

Tales han sido los diferentes reconocimientos a las Juntas que con el título de Soberanas se levantaron en la Península. La Central fue la primera a que se tributó obediencia: Yo decía entonces: o la América se reputa un rayo de este centro, o no; si lo primero la junta no es Central sin su concurso, ni merece de consiguiente nuestra sumisión; si lo segundo, la América es verdaderamente independiente de esa España sujeta a una asociación de que no somos parte. Este discurso me trajo una prisión el 25 de Mayo de 1810. Pero la disipación de la junta Central con las execraciones de los españoles, y la subrogación de un Consejo de Regencia aunque elegido por ella misma, justificaron las observaciones de los que apenas se atrevían a murmurar en secreto este juego de la desastrosa España. Chile en esta circunstancia erigió su junta Gubernativa: y a pesar de que la Asamblea del Pueblo ni una sola palabra habló sobre el reconocimiento de la Regencia, él aparece como una de las cláusulas constitutivas del Acta de Instalación, que sólo subscribió el Cabildo de aquel tiempo. No podía haberse inventado un resorte más  excelente para complicar los movimientos de nuestro nuevo Gobierno, que en seguida resistía los empleados que enviaba la Regencia, sin tener que contestar a las reconvenciones del Marqués de Casa Irujo, para que fuesen admitidos como nombrado por una autoridad reconocida por superior. Este mismo obstáculo salió al encuentro contra los que se empeñaban en el castigo de los que criticaban la conducta del Gobierno Chileno y principios que proclamaba. En una palabra, obrar como independiente el que confiesa no serlo, a intentar que no se le mire como insurgente, era una idea monstruosa y contradictoria.

Así es que de hecho se han ido produciendo declaraciones anulatorias de esos actos opuestos; y aunque la conservación del nombre de Fernando y su proclamación de Rey de Chile se hallan en el último reglamento constitucional, sus banderas y escudos de armas se han abatido a las de la Patria victoriosas del último furor de los Agentes del antiguo despotismo; y mientras en unos papeles comparecemos con el carácter de vasallos, en otros somos tan soberanos como debemos serlo por las reglas eternas de la naturaleza y de la política, y por el orden mismo de los acontecimientos de España y América. ¿Qué remedio, pues, para desnudarnos este vestido andrajoso y remendado de liberalidad y cobardía, de valor y degradación, de luz y de tinieblas, y en fin de mil retazos de colores opuestos? Es muy fácil reformarlo todo.

¿Qué fuerza tiene la cláusula de reconocimiento de la Regencia? La misma que cualquiera acción de un Procurador sin poderes. El Cabildo de Chile no las había recibido del Pueblo para semejante acto; él no era su representante; ni cuando se les respetase bajo de ese aspecto, podía ejercer voz alguna a presencia del representado; de consiguiente aquel reconocimiento fue tan nulo de derecho como después se le ha mirado de hecho. ¿Y qué obstáculo se presenta para indemnizar con fundamentos tan sólidos nuestra conducta tachada justamente con la nota de inconsecuencias documentales? Manifiéstese la nulidad de los documentos: y esta ingenuidad noble y debida a la circunspección y buena fe, nos libertará el rubor y remordimientos que trae consigo la falacia, el artificio, o el crimen; pues de tal se calificará a la distancia ese silencio hipócrita, a cuya sombra están en contradicción las palabras con las operaciones. Esta debe ser la obra del honor; toca al Gobierno ponerla en ejecución; y basta una plana de papel para una circular.

Pero ¿cómo inserta también en ella el artículo 3° del Reglamento Constitucional de Chile su Rey es Fernando VII? ¡Ah Pueblos de América! Si los hombres de luces que dirigieron vuestros primeros movimientos hubiesen hablado en el principio con aquel lenguaje victorioso de la verdad, los enemigos que después nos han hecho la guerra bajo de ese nombre químero con que una errada política pensó evitarla; o no se habrían atrevido a levantar el grito de rebelión con que aturden a nuestros Propios hermanos, o sólo hubieran esforzado la elocuencia y la política para buscar nuestra amistad, y aprovechar en ella los recursos que en el día empleamos en defendernos sin dejar de sacrificar la sangre de mil víctimas que nos acompañarían en cantar himnos pacíficos a la Libertad. Pero cuándo los peninsulares se disponían a oír con gusto y conformidad el idioma de los derechos que la Naturaleza, la Filosofía, la Política; y las mismas Leyes españolas daban a los pueblos de América por el cautiverio del Rey; cuando en todos sus papeles al principio de la revolución procuraban lisonjearnos, anticipándose a este anuncio tan feliz para nosotros, como dedicado para la antigua preponderancia europea; llegó a sus oídos el eco lánguido, trémulo y quebrado entre la independencia apetecida y la servidumbre que no nos atrevimos a renunciar. Llegaron bellas apologías de los motivos que justificaban el establecimiento de nuestros nuevos Gobiernos; pero siendo igualmente poderosos para fundar nuestra absoluta emancipación, se hacían recaer con la más  violenta inconsecuencia de principios sobre la obediencia de un Rey sin Reino. Los españoles entonces se erigieron en Sacerdotes de los Manes que idolatrábamos, e intentaron soberbios que recibiésemos en nombre de Fernando los oráculos de perpetua esclavitud que quisiesen enviarnos en el mismo nombre vano del cautivo de Napoleón. Ellos conocían como nosotros la impotencia y nulidad de este Monarca de memoria; pero era mayor nuestra debilidad; y cuando Chile estaba en la época de hacer su suerte, la dejó pendiente del Soberano, arbitrio de la sombra que vuelve a jurar por Rey en el célebre Estatuto.

¿Cuál es el valor de este código? El que no ha embarazado de rogarlo siempre que se ha creído conveniente. Ya se ve, el Reglamento fue Provisorio: se ignora lasanción de los Pueblos que el mismo exige: el sistema de la Capital es individuo con los demás  del Estado: suscripción de un momento a nadie impone obligaciones que eternamente liguen la voluntad inalienable; el artículo 8.° faculta al Senado y Gobierno para alterar el reglamento; por último ninguna regla constitucional abraza condiciones degradantes al honor del Estado, ni casos imposibles, y tal es el Reinado de un hombre civilmente muerto, y que acaso ni aun físicamente existe, cuando se escribió su nombre, o cuando el Gobierno encabezaba con el los pasaportes. De repente ha desaparecido, y con razón; pero habiéndola para olvidarlo, es de necesidad que también se olvide ese estatuto que no nos ha salvado de las furias que el Fernando de Lima descarga sobre el Fernando de Chile. ¡Qué farsa tan indecente!

Son incalculables los daños que ella ha inferido a la causa de la Patria. Pusimos en manos de nuestros rivales el cuchillo para asesinarnos como a insurgentes. Mil eclesiásticos abanderizados tratan este negocio en el confesionario impenetrable como punto de Religión; califican de alzados a los Patriotas; la incertidumbre extiende su imperio; el espíritu público decae; y la palabra inútil de un Rey inexistente, (dictada por el bajo miedo, y aceptada por la condescendencia irreflexiva), coloca al Estado en situación de que le insulten hasta los mismos Frailes de Chillán. Fuera embustes: sino queremos alucinar a los de la casa, tampoco estamos en aptitud de engañar a los extraños. Sin declarar solemnemente nuestra independencia, infinitas veces hemos dicho que ella es el único término de nuestra revolución. Esto basta para que el mundo entero suelte la carcajada, cuantas ocasiones lea en el Estatuto el nombre de Fernando. ¿A que, pues, conservarlo si sólo conduce a aumentar nuestros males, hacer criminosas nuestras obras, implicar nuestras providencias, servir de apoyo a los débiles que suben de repente al Gobierno, fortificar la opinión de los enemigos, y dar un colorido de justicia a sus hostilidades? Los Romanos quitaron del Consulado a Lucio Colatino, por que se apellidaba Tarquino, y acababan de expulsar a los déspotas de ese nombre. El de Fernando para la América es más ominoso y sangriento. Ella aspira a su independencia, con la cual es inconciliable aquel fantasma. Empéñese en disponer el camino, imitando las medidas de los Pueblos sabios y virtuosos que insensiblemente lo hallaran todo dispuesto cuando sea el tiempo de tremolar el estandarte de la absoluta libertad: este tiempo será cuando nada reste que hacer para sostenerla con dignidad y permanencia. Yo no cesaré de clamar hasta que la independencia desde el sublime trono de la Sabiduría enseñe a mis suspiros que ya se acabó la necesidad de preguntar con Claudiano:

 

¿Quem, praecor, inter nos habitura silentia finem?

David Parra y Bedernotón.