Reflexiones sobre la política de los Gobiernos de América. Materia indicada en el título

 

La revolución de América aparecerá siempre en la historia del siglo 19 formando una época la más interesante; pero los principios y medios de que se han valido los principales jefes de estos movimientos, para llevar a su fin esta grande obra, al paso que a ellos les sirvan de mayor laurel, serán vergonzosos para nuestros Pueblos. Es cierto que el Gobierno Español nunca cuidó más  de cosa alguna, que de darnos una educación conveniente a sus intereses, y digna de la suerte en que nos hallábamos: la ignorancia y el terror eran las bases en que sostenía su antiguo despotismo; y por cierto que a ellas solas debe el haber dominado tan arbitrariamente, por tantos años, sobre inmensos pueblos, que podían llevar la guerra y la ley fuera de sus límites antiguos. Así fue, que poseyendo cada Reino de América dentro de sus territorios todos los recursos, que los Estados de Europa mendigan del uno al otro polo, sólo los Americanos eran los que ignoraban su riqueza, y los que conocían su verdadera necesidad. Ellos tenían en sus manos los metales, que pasando a la Metrópoli llevaban la opulencia a las familias europeas, y retornaban los grillos y las cadenas que debían robustecer al despotismo. Ellos tropezaban a cada paso con un objeto, que podía hacerlos felices, si lo pudiesen conocer, pero no les era lícito indagar su beneficio, sus virtudes o sus usos. De esta suerte los Americanos se sacrificaban por la felicidad de los Europeos, al mismo tiempo que fraguaban con sus propias manos los instrumentos de su ruina. Las artes, el comercio, las letras, todo les estaba prohibido de un modo tan insultante y descarado, que aunque hubiesen sido los hombres más  bárbaros, debían conocer que la política de sus dominadores estaba en oposición con su felicidad; o por decirlo más claro, que la España para conservarnos en la esclavitud necesitaba tenernos pobres, ignorantes y oprimidos.

 

En este estado sucede la ocupación de la España por las fuerzas de Napoleón; y en vez de recibirlos Americanos esta noticia con el placer de la esperanza de su libertad, no tratan de otra cosa, que de llorar la desgracia de Fernando. Las Ciudades, Villas y Aldeas del nuevo mundo se disputan su generosidad en los cuantiosos donativos, que remiten a su Metrópoli, para sostenerla en su antiguo poder y señorío. Todas las poblaciones de América miran la cautividad del Rey Español, como la mayor desgracia que pudiera sucederles; como si en este hombre estuviese cifrada la suerte de la Patria, o como si los Americanos hubiésemos sido destinados por la naturaleza, según la opinión de Abascal, para vegetar en la obscuridad y abatimiento.

 

Bien pronto tuvimos nuevos motivos para arrepentirnos de nuestra miserable conducta. Una gavilla de Españoles colectados tumultuariamente, se erigen en Soberanos de la antigua monarquía, y tomando el nombre de Fernando, pretenden mandarnos como a unos míseros esclavos: ellos disponen de nuestras cosas con la misma autoridad, que si fuesen nuestros amos naturales; ellos nos insultan en nombre de Fernando, y nosotros veneramos el insulto por venir acompañado de un nombre tan sonoro. ¡Que vergüenza para el nombre Americano! No se podía dar una prueba más clara del envilecimiento, de la ignorancia y del temor, que la de sufrir un solo instante este yugo ignominioso, que nadie podía imponernos en aquellas circunstancias, a menos que nosotros lo quisiéramos admitir de nuestro grado. Más a pesar de tanto obstáculo, que presentaba la escasez de ideas de nuestros pueblos, no faltaron espíritus ilustrados, que emprendiesen la grande obra de sacudir un yugo sentado sobre los corazones más  bien que sobre las cervices; y rompiendo por grados las dificultades que embarazaban la facultad de discurrir sobre los derechos del hombre en sociedad, se fueron acostumbrando los Americanos a ver con ojos despreocupados su pasada infelicidad y su presente situación. A estos esfuerzos debemos el estado de seguridad en que nos hallamos hoy; sólo nos resta desterrar para siempre de nuestro lenguaje el cansado nombre de Fernando, que no contribuye a otra cosa que a significar debilidad donde no la hay. Quede Fernando en Francia, lisonjeando los caprichos de su padre adoptivo, o vuelva en hora buena a ocupar el trono bárbaro de los Borbones, nosotros debemos ser independientes si no queremos caer en una nueva esclavitud más afrentosa y cruel que la pasada. Fernando Rey de la España, no puede menos de ser un tirano enemigo de la América, y basta que el trono esté colocado en Europa, para que el cetro de hierro descargue sus golpes despiadados sobre América.

Bajo de estos principios yo creo que en vez de contribuir a nuestro objeto el nombre de Fernando, nos es de mucho perjuicio en las actuales circunstancias. Si la España fuese capaz de trastornar nuestros planes, y sólo lo dejase de hacer, por que nosotros llamábamos a su pretendido Rey, yo convendría en que lo trajésemos en la boca todo el día, y que lo estampásemos en todas las puertas y ventanas de América, como los Israelitas hicieron con la sangre del cordero, por terror al Angel exterminador, pero cuando no estamos en este caso, sino en otro enteramente diverso, soy de sentir que nos perjudica sobre manera esta mascara inoficiosa. Debemos manifestar al orbe entero nuestras ideas a cara descubierta, y abandonar el paso equívoco y tortuoso con que nos dirigimos a la absoluta independencia de España; debemos obrar con la franqueza que nos inspiran nuestros recursos, y bajo la firme inteligencia, de que a nadie puede engañar una más cara tan conocida, cuanto mal disimulada.

 

La conducta observada por el Gobierno Español en la Península, y por sus mandatarios en América, nos demuestran muy bien que sólo nosotros somos los engañados con el hipócrita disfraz del Rey Fernando. Por eso nos tiene declarada la guerra, y nos tratan con todo el rigor, que siempre se ha acostumbrado tratar a los rebeldes, sin que por una sola vez se nos haya llamado con otro nombre que el de cabecillas o insurgentes, y sin que hayamos vistoque a nuestros prisioneros se traten con la consideración que merecen unos hombres ligados entre si por los vínculos de un vasallaje común. En México, en Caracas, en Quito, en el Perú, y en este mismo territorio que pisamos, hemos visto las tristes consecuencias de nuestra hipocresía. Los verdaderos esclavos de Fernando nos castigan como a rebeldes siempre que consiguen alguna ventaja sobre nosotros; ellos se consideran autorizados con su fidelidad servil para imponernos la última pena, conduciéndonos con todo el aparato de la criminalidad hasta el cadalso; y nosotros, por ser consecuentes a nuestra política, los respetamos como enviados de nuestro amo y señor natural, a quien tanto amor y obediencia fingimos. Este es un partido muy desventajoso para los Americanos, y muy seguro para los enemigos de nuestra libertad. Sangre y fuego lanzan contra nosotros nuestros enemigos, pues sangre y fuego debe ser nuestra correspondencia; la esclavitud nos quieren imponer en nombre de Fernando, pues nosotros debemos proclamar la libertad contra ese hombre abominable. Si somos capaces de vencer a la tiranía, nos haremos felices por nuestras fuerzas, y si nuestra desgracia nos hace caer segunda vez en la esclavitud, encontraremos en nuestra suerte el mismo fin, que ya tenemos merecido en el concepto de nuestros tiranos. Nada perdemos con proclamar la independencia de ese Fernando, que no existe sino para la devastación de sus dominios, cuando lo que podemos ganar con este paso es incalculable y muy factible. Temblarán los españoles, por más  feroces que sean, de invadir un Estado libre e independiente, donde serán tratados de la misma suerte que ellos lo intentan con nosotros; y mostrando desde luego nuestra decisión absoluta a no reconocer más  autoridad, que la que emane de nuestros pueblos, franquearemos nuestros puertos a aquel o a aquellos extranjeros, en cuyo poder encuentre mejor sostén nuestra reconocida independencia. Si tenemos brazos y recursos para la guerra, y si de nada nos puede aprovechar una política mezquina e impotente, ¿por qué hemos de abrazar un partido que solo convenía a los hombres más  desvalidos del mundo, y que a nosotros no nos puede traer sino atrasos y miserias?

 

La tranquilidad y el buen orden interior no están menos interesados que la seguridad exterior en la declaración de la independencia. Hoy osan nues enemigos interiores atacar nuestras providencias, por que la dependencia aparente en que vivimos, les asegura nuestra tolerancia y les persuade nuestra irresolución; ni debiéramos argüirles de perturbadores o de facciosos, cuando pretenden hacernos adorar la tiranía, por que ellos no hacen sino obrar según nuestros principios proclamados. Entiendantodos que el único Rey que tenemos es el Pueblo Soberano; que la única ley es la voluntad del Pueblo; que la única fuerza es la de la Patria; y declárese enemigo del Estado al que no reconozca esta soberanía única a inequivocable, que sin más  diligencia que la exacta ejecución de nuestras leyes, lograremos la misma seguridad, que cualquier Estado independiente. Presentemos, vuelvo a repetir, nuestras ideas sin ninguno de aquellos disfraces que al mismo tiempo que dan ventajas a nuestros enemigos, no nos sirven a nosotros, sino para retardar nuestros progresos, y caminar a cada paso por en medio de mil contradicciones, que desacreditan nuestro sistema. Ya hemos visto que nada adelantamos con una política hipócrita; que todos aquellos de quienes hemos querido ocultar nuestros verdaderos proyectos, no se han podido alucinar con nuestras palabras; que al contrario les hemos dado el mejor y más  seguro partido; luego en buena razón es conocida la necesidad de adoptar el verdadero y único medio, que se nos presenta para salir con nuestra empresa: a la independencia y a las armas. Este debe ser nuestro sistema.

 

Esta opinión parecerá muy peligrosa a aquellos Americanos que no están muy bien decididos a morir o vencer, los cuales serian pocos sin duda alguna, y también pensaran lo mismo aquellos que creen que la Inglaterra nos puede hacer mucho dato, si abandonamos la causa de España; pero uno y otros depondrán sus temores si advierten que no podemos ya hacer cosa alguna que aumente nuestro comprometimiento. La Inglaterra conoce muy bien que la América no esta en estado de admitir su dominación, y sí se halla dispuesta a contribuir a su grandeza franqueándole su vasto comercio y sus dilatadas mares; no puede engañarse en sus cálculos con la grosería de los Españoles, que por quererlo abarcar todo se quedarán al fin sin nada; no debemos hacerle la injusticia de creerla tan descuidada de sus intereses, que se expongan a abandonar a otra potencia de Europa, tal vez su enemiga o su rival, las ventajas con que le brindamos los Americanos. Ella ha dado a conocer, con su mediación ofrecida a las Cortes de España, que está convencida de nuestra justicia. Obremos, pues, como lo exigen nuestras circunstancias y no temamos unos vanos fantasmás que sólo existen en las imaginaciones destempladas de los melancólicos. La libertad se ha de comprar a cualquier precio, y los obstáculos se hicieron para que los venciesen los grandes corazones.