Continuación de la materia del número anterior. Véase "Sobre el origen y naturaleza de las monarquías", Nº 6, 11 de Septiembre de 1813

 

 

Los Gobiernos, como hemos dicho antes, no tienen, ni pueden tener otro objeto, que la felicidad de los pueblos. En esta virtud, sólo deberemos consultar en ellos la mayor o menor propensión hacia el bien publico para valorarlos por convenientes o perjudiciales. Si el Gobierno monárquico fuese el más propenso a obrar el bien, sin dada alguna deberíamos confesar que era el más conveniente de todos, y el que todos los pueblos debieran abrazar; pero tan lejos de ser así, no hay uno que deba por su naturaleza, ser tan malo como este.

 

El monarca solo considera a sus pueblos como destinados a contribuir de todos modos a su grandeza, magnificencia y poder. El alto rango que ocupa este mortal desde el momento mismo de su nacimiento es el mayor obstáculo que puede oponerse a la felicidad de los vasallos; porque rodeado de un enjambre de aduladores, que con el nombre de ayos y criados le comunican las primeras ideas de vanidad y de soberbia, no mira por ninguna parte un objeto que le excite sentimientos de beneficencia hacia los demás hombres. La humillación de los grandes a su presencia, los honores que le rinden todas las clases del Estado, el fausto de sus habitaciones, de su servidumbre, de su mesa, de su tren, de sus vestidos, y la adoración que le dan los vasallos cuando tienen la bondad de presentarse al pueblo; todo le hace conocer que hay una inmensa distancia entre el y los miserables individuos que le adoran: Era necesario que el alma de los Príncipes fuese de una substancia más noble que las otras, para no ensoberbecerse con tales aparatos y para no creer que el resto de los hombres habían sido criados sin otro destino que adorar a sus Sacras Majestades.

 

Educados estos semidioses en el seno de la abundancia, jamás oyen los gritos de la humanidad afligida, que en los ardores del sol, y entre el frío y la desnudez, muere de hambre y de fatiga, para contribuir con su parte a llenar las medidas del loco fausto de los palacios. El comerciante se ve precisado a establecer la más estricta economía en su familia, para que puedan sus ganancias cubrir la suma de los impuestos. El artesano es arrancado de su taller y de su casa para tomar las armas y llevar la guerra injusta donde probablemente encontrara la muerte o la inhabilitación para buscar después su subsistencia. El marinero abandona su familia y se arroja desesperado a los mares, para buscar el alimento de sus hijos y de sus esposas; y si pudo vencer los contratiempos de su viaje, y vuelve con algunas comodidades a consolar aquella casa, angustiada, pronto se ve arrebatar el fruto de sus trabajos, para poner un galón más en las libreas del monarca. Todos los vasallos, en una palabra, sufren iguales miserias, con el desconsuelo de conocer que estas desgracias son la obra del despotismo y no de la justicia.

 

El monarca sabe desde que nace, que debe reinar sobre sus pueblos; y cada acto de despotismo que ve en su padre es una lección que lisonjea sus pasiones, y le hace desear el momento en que debe empezar a disponer de la monarquía a su arbitrio y voluntad. Las quejas de los infelices sacrificados por el padre, no pudiendo llegar a los oídos del hijo, tampoco pueden servirle a este de consejos para su reinado; por el contrario, los mismos aduladores que hacían su negocio fomentando la ignorancia y los vicios del antecesor, son los más emperiados en que el sucesor no pueda trastornar sus planes miserables y rateros, y para esto les es preciso apartarle del conocimiento de los negocios del Estado. Por todo esto debemos considerar a una Monarquía como un bajel entregado a un Piloto ignorante, que no puede salvarle en las tormentas, y solo es capaz de conducirle a los escollos y precipitarlo en los peligros. Por otra parte, la ninguna responsabilidad que tiene este hombre por sus providencias y conducta, le asegura en todos los sucesos y le da la salvaguardia para cometer impunemente todos los atentados imaginables. La fuerza militar que é1 manda, y que too reconoce otra autoridad, que la del que la paga, es un baluarte que defiende la tiranía monárquica. La educación de los vasallos afeminada a ignorante; las falsas ideas religiosas en que se hace apoyar el despotismo; las no menos falsas ideas de lealtad y sumisión, con que se envilecen los vasallos, todo contribuye a consolidar la miseria de los pueblos y la arbitrariedad de los Reyes, ¿Cómo podrá un Monarca ser un padre de sus vasallos, cuando vemos que todas las cosas conspiran para constituirlo en un verdadero tirano? ¿Queremos hacerlo dependiente de las leyes, cuando su poder es tal, que puede quebrantarlas con impunidad? Miserables teorías, que están contradichas por experiencia de todos los días y de todos los pueblos; ellas no sirven para otra cosa, que para deslumbrar a los que no quieren pensar sobre estos negocios importantes.

 

Las leyes de una monarquía no pueden de ningún modo poner una barrera a la voluntad del Rey; estas leyes no son otra cosa que unos débiles pretextos para cubrir en cierta manera la arbitrariedad del ejecutor. Veamos esta verdad comprobada por los sucesos de todos los reinos en todos los siglos. Si por acaso en algún pueblo se dieron leyes a los monarcas para que, arreglándose a ellas, tratasen solo de ejecutarlas, esto no duro si no hasta que el ejecutor se hallo con suficiente poder para destruirlas. Entonces se pretexto la inutilidad de las antiguas, para hacer otras nuevas, se puso en obra el nuevo código, y si se quiso que lo sancionase el pueblo, no hubo en ello la menor resistencia, porque todo lo allana la fuerza de las arenas. Casi no habrá un pueblo sobre la tierra que no tenga una experiencia en sí de esta verdad. Los españoles tuvieron en un tiempo el gobierno monárquico más moderado que se conocía en Europa. Su rey no era sino el ejecutor de las leyes que le daban los pueblos por medio de sus diputados o representantes. Las Cortes velaban sobre la conducta del Rey, y todos los diferentes pueblos que componían la monarquía, gozaban en medio de la mayor tranquilidad de los derechos que cada uno disfrutaba. Nosotros vimos después esta sabia constitución convertida en una verdadera tiranía, en un absoluto despotismo. Lamentábamos la desgracia de la conversión del Rey en un tirano y un déspota; pero no maldecíamos el instante en que nuestros mayores colocaron el poder ejecutivo en un hombre que lo dejaba por herencia a sus hijos y a sus nietos, sin conocer que en esto sólo estribaba nuestra ruina. Recorramos las paginas de la historia y hallaremos, que lo mismo que en España, ha sucedido en todo el mundo; porque esto es conforme con la naturaleza de las cosas, y porque si algo hubiera que extrañar sería el que sucediese de otra suerte.

 

Todo hombre es inclinado naturalmente al despotismo; y al paso que este vicio es abominable cuando se ve en otro, es dulce y lisonjero viéndole en si mismo. Por esto hay leyes en todas las sociedades contra, la arbitrariedad y la prepotencia; pero estas leyes no llenan en ninguna parte sus objetos, cuando chocan con una fuerza irresistible. Así, pues, el mejor medio de impedir este mal, es el de no consentir que haya en un pueblo un hombre tan poderoso que se atreva atacar los derechos de los otros. La mayor audacia se contiene a la vista del peligro, aunque no haga caso de la razón ni de la justicia; al paso que sólo el poder basta para despreciar todos los obstáculos que le oponga la debilidad. ¿Cómo se pretende, pues, que un Rey guarde la menor consideración a las leyes, que no tienen tanta fuerza como los fusiles? Siempre será en vano cualquiera otra medida que se tome contra el despotismo, que no sea quitar el poder para alcanzarlo.

El pueblo que no quiera gemir en la esclavitud, es preciso que sea celoso por su libertad, y que no confié su suerte de aquel, que tenga poder para hacerle infeliz; en una palabra, es preciso que huya de los reyes, como el cordero huye de los lobos.

El mayor mal que nos hicieron los reyes a los españoles, fue el habernos sumergido en la ignorancia. Aquel tenebroso tribunal de la inquisición, triste sepulcro de las letras y bárbaro verdugo del ingenio, que solo se ocupaba en aterrar a los sabios y en desacreditar las verdades más claras de la Filosofía; que bajo el pretexto de celo religioso sólo contribuía a corroborar el despotismo de los reyes, a disfrazar sus usurpaciones y violencias, a envilecer más y más a los vasallos; que era compuesto de los miembros más corrompidos, más ignorantes y más viciosos del Estado; y que tenían las mayores facultades imaginables para surtir todo el terror que convenía al tirano, muy pronto convirtió al pueblo español en un pueblo de necios a insensatos. No hubiera sido así, si nuestros mayores hubieran sido consultados sobre la conveniencia y necesidad de un establecimiento tan tiránico [1]. Iguales o muy parecidos medios han empleado en todas partes estos monstruos poderosos, para quitar a los vasallos hasta el derecho de pensar, que a todos nos concedió la naturaleza.

 

¿Pudiera acaso proyectarse una forma de Gobierno en que los pueblos fueran menos considerados, que lo que son en una monarquía? A mi me parece esto el mayor imposible; pues aunque se quiera decir que hay otro Gobierno más duro, como por ejemplo, el que llaman despótico por antonomasia, el del Gran Señor, yo no encuentro una diferencia substancial entre este y otro cualquiera de los monárquicos. Si en este el déspota hace siempre su voluntad, porque no tiene una ley que le rija; en los otros hacen lo mismo los reyes, quebrantando todas cuantas leyes haya en su contra. Por lo cual es evidente que el que llamamos déspota es el que ejerce el despotismo con menos escándalo de la justicia.

 

En conclusión, ya hemos visto que por todos respectos la monarquía es una forma de Gobierno bajo la, cual no pueden vivir los hombres felices, En los números siguientes trataremos de los demás sistemas gubernativos, cuyos principios nos convencerán mejor de que cualquiera Republica ofrece más ventajas que la más moderada monarquía, bajo el reinado del más sabio y virtuoso de los reyes.

 

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No es extraño que los déspotas hayan establecido estos tribunales enemigos de la humanidad y de las ciencias: su interés lo exigía, y con esto ya tenían un motivo aunque injusto, para hacerlo. Lo que escandaliza a todo buen sentido es ver en Chile todavía en su fuerza y vigor las prohibiciones de la Inquisición, destruída en España por bárbara y feroz. Será desde luego un signo de mal agüero para los que vean en nuestra revolución, que nos asombra aún el terror del despotismo, cuando ya nos hemos librado de sus alcances, y mucho más, que respetamos los establecimientos de la ignorancia cuando pretendemos adquirir la sabiduría. Magistrados de la Patria: temed la crítica justa de los filósofos, que tal vez dirán: En Chile aun no saben lo que traen entre manos; allí se habla mucho de Institutos, de Colegios, de cátedras, bibliotecas, laboratorios, anfiteatros, jardines botánicos, gabinetes de Historia Natural, reglamentos sobre todas las cosas; pero aún no piensan en cortar el primer inconveniente que se opone a la ilustración universal: la tenebrosa Inquisición influye todavía sobre los talentos de Chile.