Sobre el origen y la naturaleza de las Monarquías. Continúa en el Nº 7, 18 de Septiembre de 1813

 

Si los hombres fuésemos inclinados a pensar sobre todas las cosas, el error anduviera muy distaste de nuestras ideas; pero como por desgracia, nada nos ocupa menos, que el deseo de ilustrar nuestra razón, admitimos como verdades inconcusas los absurdos más  groseros y más  perjudiciales. La idea que adquirimos de la Monarquía los que hemos sido educados bajo su influencia, es una de las más absurdas, que pudieron penetrar los entendimientos esclavizados. Se nos quiso persuadir cuanto convenía al despotismo, y nosotros, sin pensar en lo que se nos decía, tardamos menos en admitirlo, que lo que tardo la malicia en proponerlo. Es verdad, que todo ha contribuido a que olvidásemos él use de nuestras facultades intelectuales, pues la ignorancia y la opresión a que se nos redujo, no debían tener otra consecuencia que un embrutecimiento absoluto; pero por fortuna ya podemos discurrir libremente sobre todas nuestras cosas, y mirarlas sin aquel terror servil, que antes embargaba nuestros sentidos. Sí: podemos ya los americanos gozar de la libertad intelectual, que nos habían robado los tiranos; somos ya hombres los que ayer éramos autómatas. Aprovechémonos, pues, de las primeras luces de nuestra aurora para cotejar de más cerca la densidad y el espanto de las tinieblas que empiezan a disiparse, y entre las cuales hemos perdido la mejor parte de nuestra vida. Debemos establecer un gobierno, que cimentado sobre las bases de las conveniencias particular y universal, nos ponga a cubierto de los males, que traen a los pueblos la anarquía y el despotismo; pero antes de pensar en una coca tan difícil de acertar, es preciso que conozcamos todos los gobiernos; que sepamos su origen, su naturaleza, y sus virtudes, sus males y sus bienes. Comencemos por aquel de que tenemos más experiencias y más preocupaciones.

 

El Gobierno, dice Paine, es un mal necesario para los Pueblos. Es cierto que es un mal; por que un numero muy corto de hombres toman sobre sí el enorme peso de los negocios públicos, que exige unas fuerzas incalculables; por que es preciso exponer la salud de millones de hombres al arbitrio de unos cuantos, que pueden cometer mil errores por falta de tino o de talento; por que finalmente no es fácil encontrar a cada paso con Solones, con Arístides, ni con Washigntones que tengan tanta virtud y tanto odio al despotismo, que lo abominen en sí mismos. Es un mal necesario; por que sin el era imposible conservar en la sociedad el orden, la justicia, ni la paz; por que sin el, el más fuerte oprimiría al más débil; y por que no reconociendo todos los hombres un poder superior al poder individual, cada cual obraría según el estímulo de sus pasiones, y cometería los excesos más execrables, cuanto ellos fuesen más impunes. De esta suerte los pueblos se hallan amenazados por una parte del despotismo, y por otra de la anarquía; ambos males de igual poder para producir la infelicidad de los hombres. Del medio de la anarquía suelen salir los tiranos, así como también, cansados ya los esclavos de sufrir los males del despotismo, a veces caen en la primera situación.

 

La mayor parte de los Reyes salieron del seno de la anarquía, que devoraba los pueblos; otros se hicieron tales abusando de la confianza y de la inocencia de sus conciudadanos; y otros también fueron constituidos en esta dignidad por la barbarie, que reinaba antes que ellos en algunas poblaciones. Por regla general se puede sentar, que el origen de las Monarquías, es el desorden que han padecido los pueblos. Parece, a lo menos, el mayor imposible, que cuando los hombres vayan en pos de su felicidad, elijan de buena fe uno, que los gobierne sin responsabilidad, y los conduzca a su ruina con las mismas fuerzas que ellos le dispensan. Un Rey no es otra cosa que un hombre rodeado por todas partes de fuerza y de poder, que desprecia a todos sus semejantes abatidos delante de su trono; que puede quitar la vida, la honra y la hacienda a sus vasallos con el mismo derecho, y con la misma responsabilidad, que un lobo destruye los rebaños. Un Rey con el imperio de las arenas no piensa sino en violencias; en quebrantar las leyes del Estado en, que domina; y en hacerse cada día más despótico. Para esto aleja de si a los ciudadanos virtuosos, y llama a su corte a aquellos miserables, que para labrar su fortuna no reparan en destruir las de muchos beneméritos. Es, en fin, un Rey el mayor enemigo que puede echarse encima la sociedad; porque como é1 conoce, que para dominar a su arbitrio largo tiempo es necesario separar a los vasallos de todo cuanto tenga relación con el Gobierno, emplea todo su poder en afeminar a los pueblos, hacerlos viciosos, y que tomen aversión a los negocios públicos. Entonces es cuando se hacen los Reyes descendientes de la divinidad; y estableciendo los ritos con que deben ser adorados como unos semi Dioses, persuaden ser enviados por el Ser Eterno a regir a los mortales; más nadie osa entonces preguntarles con Rousseau: ¿dónde están las patentes que acreditan esa procedencia maravillosa?

 

Dicen algunos que las Monarquías son instituidas por Dios, y para esto se valen de una aplicación violenta de los textos de la sagrada escritura. El autor del Sentido Común, rebate poderosamente este error con una convicción, que me ha parecido digna de imitarse. Los judíos, dice, pasaron cerca, de tres mil anos sin tener un Rey en su nación. Su gobierno era una especie de república que gobernaba un Juez, acompañado de los ancianos de las Tribus. Sólo el Dios de los Ejércitos era llamado Rey en aquel pueblo teocrático, y era un pecado dar este título a algún hombre. El pueblo de Israel después de haber vencido a los Madianitas, bajo el mando de Gedeón, le ofreció a este hacerlo su Príncipe, dejando en su familia el reino hereditario, más este General temiendo la ira del Señor les contesto: No seré vuestro Príncipe, ni tampoco lo será mi hijo, sino que será el Señor el que mandará sobre vosotros [1]. Después de esto, en tiempo del profeta Samuel, el  ultimo de los jueces, volvieron los judíos a querer ser mandados par Rey, y lo pidieron con tanta tenacidad, que habiéndoles el mismo Dios hecho ver por boca de su Profeta el error que cometían, cerraron los oídos a toda reflexión, y dijeron, que querían tener Reyes como los paganos sus vecinos. Entonces el Señor por última vez les hizo entender, que aquel Rey que pedían no sería otra cosa que un tirano. Este Rey, les dice, tomara vuestros hijos, y los pondrá en sus carros, y los hará sus guardias y cocheros  y los hará sus Tribunos y Centuriones, y labradores de sus campos y segadores de sus mieses, y sus armeros y carroceros. Hará también a vuestras hijas sus perfumeras, sus cocineras y panaderas. Tomará asimismo lo mejor de vuestros campos, y viñas, y olivares, y lo dará a sus siervos. Y diezmara vuestras mieses y los esquilmos de las viñas, para   darlo a sus eunucos y criados. Tamara también vuestros siervos y siervas, y mozos más robustos, y vuestros asnos, y los aplicara a su labor. Diezmará asimismo vuestros rebaños, y vosotros seréis sus siervos. Y clamareis aquel día a causa de vuestro Rey, que os habéis elegido; y no os oirá el Señor en aquel día, por que pedisteis tener un Rey [2].

 

En vista de estas palabras de Samuel, dice Paine, es preciso convenir en una de dos cosas, o en que Dios es enemigo de los Reyes, o en que es falsa la escritura. Si creer o último es una impiedad, debemos aceptar lo primero como uno de los misterios de nuestra santa religión. ¿Como, pues, los Católicos hemos sido tan ignorantes que creyésemos a los Reyes establecidos por la voluntad de Dios? Si es acaso por aquel texto en que Dios dice: Por mí reinan los Reyes, no puede ser más violenta su aplicación, queriendo hacerle servir de apoyo a la tiranía y al despotismo. Es cierto que los Reyes reinan por Dios; porque si el no quisiese que reinasen los destruyera en un momento; pero también es cierto que por Dios tienta el Diablo a los justos, así como las pestes destruyen a los pueblos, y así como las víboras matan a los hombres; porque si Dios quisiese quitarle al Diablo su poder, a la peste su malignidad y a la víbora su veneno, ninguna de estas cosas harían los daños que nos hacen. Sobre todo, cuando el Señor no quiso dar Reyes a su pueblo escogido, y le hizo la pintura más negra de esta clase de tiranos, no pudo manifestar más clara su voluntad contra la monarquía; pero les dio al fin los Reyes que pedían, más bien como un castigo, que como una felicidad. Así Saúl y los demás Reyes de Israel reinaron por Dios, o porque Dios toleraba su reinado; pero su establecimiento no fue aprobado por e1. El otro texto favorito de los déspotas: «dad al Cesar lo que es del César», no quiere decir más que lo que suena. Si Dios hubiese dicho: «dad al Cesar lo que es del pueblo», entonces viniera bien la pretensión del despotismo. ¿Pero cuales son las cosas del Cesar? Aquí entra la arbitrariedad de los necios que han querido saber tanto como Dios; y para esto han pretendido hacernos creer que puede haber contradicción en las palabras de la Sabiduría. Si Zebee y Salmaná eran Reyes que reinaban por Dios ¿cómo permitió a Gedeón, que era un republicano, matar a unos hombres tan sagrados como aquel César de quien nos habla el texto? Porque esta muerte era lo que les correspondía. Esto es lo que se debe dar al Cesar según el Capítulo VIII del libro I de los Reyes.

 

Si queremos saber cual es el verdadero sentido de este texto; es necesario que nos pongamos en las circunstancias en que Jesucristo dijo aquellas palabras. Consultáronle los judíos si pagarían el tributo que habían pagado antes a su tirano César Augusto, y entonces les contesto, dad al Cesar lo que es del Cesar y a Dios lo que es de Dios. Este mandato, o sea consejo, era muy propio de un Dios hombre, que no había venido al mundo a promover revoluciones, sino solamente a salvar al genero humano del cautiverio del demonio. Pagando al Cesar su tributo, justo o injusto, los judíos no tendrían que sufrir las consecuencias del enojo de un Emperador tan poderoso; y si por el contrario, hubiesen pretendido eximirse de aquel pago hubieran sufrido el condigno castigo de su temeridad, por no conocer que ellos eran demasiado débiles para hacer frente a todo el poder de Roma. Dios aconsejo a los judíos lo que les convenía en aquellas circunstancias; pero al mismo tiempo que les advierte su conveniencia con respecto al Cesar, les recuerda también que tienen obligaciones hacia Dios, como si les dijese más claro: pagad al Cesar su tributo por que no os cause mayores males, pero guardaos de mirar a ese tirano como una deidad de superior naturaleza. Esta prevención era tanto más necesaria a los judíos, cuanto siempre habían sido inclinados a la idolatría, y solo gustaban de imitar las costumbres de los paganos, que adoraban a sus Príncipes. Cesar era un ladrón de Reinos y Dios no podía autorizar sus usurpaciones. Sostener lo contrario seria una impiedad.

 

Concluyamos de una vez, con que la naturaleza y el origen de las Monarquías es la injusticia de los hombres, y la maldición del Cielo; que por más que discurra el despotismo para buscar su apoyo en la sagrada escritura, no lo podrá lograr jamás, sino adulterando su sentido; y que aun en este caso, sólo podrán equivocarse los que no quieran prestar su razón al convencimiento de la verdad.

 

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[1]

Libro de Jueces, capítulo 8, versículo 23.
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[2]

Libro 1º de los Reyes, Capítulo 8 desde el versículo 11 al 18.

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