Concluye el discurso anterior.Conclusion de las consideraciones relativas a la libertad americana. Véase Nº 2, 6 de noviembre de 1813 y Nº 3, 13 de noviembre de 1813

 

Es destino de la libertad que se presente a los hombres como saliendo del seno de una mar tempestuosa. Semejante al iris, no se muestra sino después de las tempestades; y como una deidad terrible, quiere ser precedida de sangrientos sacrificios, de combates y de victorias. Con todo, se ha observado que una sola acción militar feliz da consistencia a la libertad; y que destruido un gran obstáculo, es un impetuoso torrente a quien nadie puede resistir. Según esta observación, la libertad llevará su marcha augusta, entre las aclamaciones de los pueblos, desde las riberas del río de la Plata hasta las del Rímac. ¡Qué espectáculo tan interesante! Los hombres se regeneran, despierta en ellos aquella verdad que se había borrado de su memoria: "todos nacen libres a independientes, y nadie puede mandarlos, sino es elegido libremente por la voluntad general". Aunque nuestros ojos han estado como cerrados a la luz por el espacio de tres centurias, poco discernimiento se necesita para correr a las banderas de la libertad, que nos dice: "Hombres, no obedezcáis más que a los gobernantes y a las leyes que hagáis vosotros mismos"; y, al contrario, oír con el desprecio de la indignación a los tiranos, que gritan: "Pueblos, doblad la rodilla delante de nosotros, y os sujetad en silencio a nuestras ordenes supremas".

 

¿Pero qué tiranos son estos? Los honramos con este nombre; ellos no son más que unos infelices tiranuelos; su fuerza, o está destruida, o diariamente se disminuye; ellos se han humillado bajo el imperio de las circunstancias. Si los buscamos de la otra parte del mar, ellos aguardan consternados el último golpe del águila amenazante que ya volverá del Norte a1 Mediodía, y entre tanto, sus pocas tropas están al mando de un general y de oficiales extranjeros [1]; y sujetos a un ejército bastante poderoso para darles la ley. En nuestro continente, con el ejército de Pezuela [2]se desvanecieron las esperanzas del Gobernador de Lima [3], y logrará mucho si se defiende a sí mismo. No tenemos que combatir como los holandeses contra todas las riquezas de toda la América, y los recursos de una inmensa monarquía; ni como los suizos contra todas las fuerzas del imperio de Alemania; ni como la república francesa contra todos los reyes de la Europa reunidos contra ella. Confesémoslo; la Providencia midió nuestras fuerzas nacientes, y el enemigo ha sido digno de nosotros. Nos autorizan, pues, las circunstancias para esperar que el pueblo triunfador lleve el espanto hasta el último atrincheramiento del último tiranuelo. Este es el único paso que falta dar para recuperar todas las pérdidas y para que quede libre toda la América del Sur. Con él quedará sin apoyo el terrorista de Quito, y se restituirá a Chile la paz y el orden perturbado. Esta región es de gran consecuencia; si se perdiese, durarían por muchos años en América la guerra y las calamidades. Los pueblos dóciles y robustos, las regiones feraces son instrumentos terribles bajo una mano diestra. Y respecto a que en nuestro continente ningún Estado particular puede florecer, ni conservarse tranquilo por sí solo, el primer pueblo que prospere y humille a los tiranos, tiene la misión augusta de establecer y consolidar la gran República de Sudamérica. Y si los pueblos, lo mismo que los individuos, pueden aspirar a la inmortalidad, y conquistar la libertad usurpada, y crear imperios conduce a una inmortalidad grande, magnífica y apacible; se le abre un vasto campo para ella a aquel pueblo, que ceñido de laureles, diga a los demás con voz imperiosa: "los tiranos y la libertad no pueden vivir bajo un mismo cielo; trastornemos su trono; elevemos en lugar suyo un altar en que se coloque el libro de la ley; la ley sola debe reinar sobre todos; si los tiranos se han conjurado contra nosotros, y han hecho esfuerzos para derribar el altar de la libertad, venga a tierra el trono sobre que reposa su soberbia".

 

Tal era el lenguaje que un escritor sublime ponía en los labios del pueblo francés, después de que confundió con la fuerza de sus armas las de toda la Europa reunida contra la república. Él hace las siguientes observaciones, que el pueblo triunfador no debe perder de vista.

Un rasgo asombroso de potencia nacional aunque cubre de gloria a un pueblo, no es bastante para su dicha. No basta haber concebido el plan de la libertad, es necesario concluirlo, consolidarlo; éste es un edificio majestuoso que ha de reposar sobre bases inmobles. ¡Cuántas repúblicas brillaron algunos momentos con el esplendor de la igualdad, que después se eclipsaron, o se abismaron en el golfo de la tiranía! Todos sabemos de qué modo las de Grecia y de Roma desaparecieron bajo las huellas del despotismo.

La antigüedad que embellecía con tan hermosos colores sus sucesos, y esparcía tanto interés sobre sus desgracias, ha absorto de tal modo nuestra atención, que apenas ponemos los ojos en aquella muchedumbre de repúblicas, que salieron del seno de la Italia en los ú1timos siglos. Veríamos en ellas resplandecer un instante la libertad, y luego extinguirse, semejante a los meteoros cuya claridad es súbita y pasajera.

Aprovechémonos de las calamidades de los otros pueblos; saquemos sabiduría de sus mismas faltas, y guardémonos de habernos elevado tan alto para hacer nuestra caída más grave.

En el tránsito a la libertad nada hay más peligroso que la debilidad del gobierno: entonces los crímenes contenidos antes por el terror, levantan su cabeza odiosa desde el centro de la licencia, y corrompen la obra de la prudencia con su aliento pestífero. Entonces, amenazada la virtud en sus más dulces intereses, desmaya y clama por las cadenas antiguas.

¡Oh! ¡Si mudando los gobiernos, se mudasen también los hombres que han de vivir bajo su imperio! ¡Si fuese imposible depurar sus pasiones a medida que se depuran sus leyes, qué fácil sería producir revoluciones felices, y poner en armonía los miembros de una sociedad! Pero desgraciadamente los reglamentos se mudan, y los hombres permanecen los mismos. Entonces ya no hay proporción entre la ley que manda y el individuo que debe obedecerla. Esto hemos visto, y esto nos afligirá más de una vez.

Ciudadanos, queréis República y no queréis haceros republicanos; queréis libertad, y no queréis hacer lo que se necesita para ser libres...

Si habláis de igualdad asignad una noble medida de justicia, de valor y de beneficencia, y decid: esta es la altura del verdadero ciudadano; nosotros reconocemos por nuestro igual a todo hombre que se eleve hasta aquí.

No bastan las virtudes de los ciudadanos para 1a conservación y prosperidad de las repúblicas; el gobierno debe dar el ejemplo y el tono. La virtud del gobierno consiste en la elección de sus agentes, en la dulzura de sus providencias, en la fidelidad a sus tratados, en la economía de los gastos, la utilidad de los establecimientos, en la distribución de las recompensas; en fin, en aquel celo y solicitud que averigua los males y sus causas, reprime las injurias, destruye a los malvados, endulza las calamidades, da protección al desvalido, y padres a los huérfanos.

 

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[1]

Este párrafo contiene dos alusiones. El "águila amenazante" es Napoleón Bonaparte, y el "general extranjero" es Lord Wellington (N. del E.).

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[2]

Joaquín de la Pezuela (N. del E.).

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[3]

El Virrey Fernando de Abascal (N. del E.).

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